Ana María es una de esas cartageneras de pura cepa que ni siquiera diez años fuera de Colombia han logrado arrebatarle la musicalidad de su acento caribeño, la expresión de sus manos al hablar y ese desparpajo tan propio de ella. Miss Ana, como le dicen sus alumnos y colegas, es una reconocida y solicitada maestra de violín clásico de uno de los más prestigiosos conservatorios de música de Singapur, un lugar donde violinistas de Europa y Asia se pelean por una posición. Llegar allí no fue nada fácil, detrás de ello hay una historia llena de inspiración que identifica a cada una de esas mujeres colombianas luchadoras, honestas, incansables y capaces de todo.
Ana viene de una familia donde las limitaciones económicas contrastan con el derroche de talento y es por ello que desde niña estuvo rodeada por la música, siendo su destreza por el violín una de las virtudes que heredó de su padre. Ingresó a la Escuela de Bellas Artes de Cartagena donde inició sus estudios en educación musical y más adelante, cuando recién había terminado el bachillerato, obtuvo una beca con la Orquesta Sinfónica Juvenil de la ciudad de Bogotá para continuar estudios avanzados en violín clásico. Con la Sinfónica se fue de gira por Centroamérica y por Europa, pero ni ésto ni las llamativas ofertas laborales que recibió fueron más convincentes que un nuevo sueño, conformar su propia agrupación de música tropical, la que por azares del destino se desintegró años después y razón que la llevó a volver a su ciudad natal.
En Cartagena se convirtió en madre soltera y tuvo que inventarse diferentes fuentes de ingreso para sacar a sus hijos adelante. Ana era maestra de violín, tocaba en serenatas, misas y bodas, y administraba un restaurante y una ferretería de su propiedad. Los fines de semana eran maratónicos. Llegaba a casa elegantemente vestida del matrimonio donde acababa de tocar y en un santiamén estaba metida en su traje de mariachi para la serenata que seguía. Era tal su deseo de hacer feliz a sus hijos sumado a su innata pericia para los negocios, que cambiaba serenatas por bicicletas o se ofrecía para ser la maestra de música sin sueldo del colegio con tal de que sus hijos pudieran estudiar allí.
En septiembre de 2006 recibiría una llamada que le cambiaría la vida. Se trataba de una agrupación de música latina que tocaba en Singapur quienes la querían como violinista por doce meses. Sin pensarlo dos veces aceptó; la oferta económica era tentadora así que tendría la oportunidad de ahorrar dinero. Dejó a sus dos hijos adolescentes al cuidado de su madre, organizó sus asuntos y emprendió su viaje con la promesa de volver en un año.
Apenas llevaba un mes en Singapur cuando a una de sus presentaciones asistió la dueña y directora musical del Conservatorio de Música de Mandeville, quien le propuso que la ayudara por unos días como asistente de un importante violinista venezolano. Una vez más los astros se alinearon y la calidez, sencillez y talento de Ana conquistaron a la dueña del conservatorio quien vió en ella un enorme potencial como maestra. Le mostró interés en contratarla después de escuchar la exitosa audición que Ana presentó con un pasillo colombiano como parte del repertorio; pero le puso una última condición para firmar el contrato: tener dominio del inglés, para lo cual Ana viajó a Filipinas, se matriculó en una reputada escuela de violín y como si fuese una estudiante más, aprendió todo el lenguaje técnico que necesitaba. Regresó a Singapur y se entrevistó nuevamente con la dueña del conservatorio quien no dudó en darle el trabajo.
Y es que en Ana su pelo es tan ensortijado como recta su palabra. Una vez finalizado el compromiso con la agrupación, y contrato en mano con el conservatorio, regresó a Cartagena como le había prometido a su familia pero no lo hizo para quedarse. Empacó sus ilusiones en un par de maletas, tomó de la mano a sus hijos y se dispuso a volver a atravesar el planeta con los únicos cien dólares que le habían sobrado y con los que tendrían que sobrevivir hasta su primer sueldo como maestra. Pero en un país tan costoso como Singapur el dinero se va como el agua entre los dedos así que mientras llegaban los primeros sueldos se empezó a rebuscar el dinero, como lo aprendió desde muy niña, haciendo cuanta cosa digna se presentaba en su camino: dictaba clases de baile, enseñaba español y hasta vendía comida costeña.
Los primeros días en el conservatorio no fueron fáciles, los padres de los alumnos se negaban a que Ana fuera la maestra, se quejaban de su natural algarabía la cual distaba bastante de las clásicas, calladas y rígidas maneras de los otros maestros; sin embargo, esto con el tiempo pasó a ser su principal atributo y hoy en día decenas de estudiantes e incluso algunos maestros la buscan para que con su alborozo y espontaneidad les enseñe a tocar el violín, y como ella misma lo dice: «yo no los obligo a estudiar música, los motivo a que la amen, la disfruten y sientan pasión por ella; esto es más importante que la técnica».
Y vaya que esta mujer deja huella. Sus conocimientos han diversificado los recursos musicales del conservatorio y su arrolladora personalidad rompe esquemas demostrando que los trajes de colores vistosos, el olor a café recién hecho, la risa sonora y el zarandeo de caderas pueden acompañar hasta la más clásica de las melodías de Bach.
Ana tiene muchos proyectos, sueña con volver algún día a Cartagena y enseñar todo lo que ha aprendido en Asia, pero mientras eso sucede, en Singapur la tendremos para rato y los que tenemos el placer de conocerla seguiremos contagiándonos con su espléndida sonrisa, con su alegría auténtica y con el vaivén de esas caderas que no mienten. 🌸
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