Llevando pocos días viviendo en Singapur, tuve que resolver un imprevisto: el nuevo uniforme escolar de mi hijo necesitaba unos arreglos. De la ciudad, no conocía más que unas pocas calles a la redonda. Nos estábamos alojando en un hotel cercano a Arab Street, así que tomé a mi hijo en su cochecito y me aventuré a recorrer la zona musulmana en busca de un modisto.
Después de caminar un par de horas, en medio del sofocante calor de las cuatro de la tarde, él empezó a llorar y yo a desesperarme por no encontrar a nadie quien resolviera mi problema.
Resguardándome del sol abrazador y en busca de una bebida, decidí entrar a un viejo centro comercial que encontré en el camino. Para mi sorpresa, como por arte de magia, apareció ante mis ojos la modistería que tanto había buscado.
Me acerqué apresuradamente al lugar, como quien encuentra un oasis en medio del desierto, y me topé con este local humilde y destartalado.
Sus dueños y modistos, una pareja de octogenarios singapurenses de origen chino, cuyo inglés era tan limitado como mi mandarín, le tendieron los brazos a mi hijo y le arrebataron las carcajadas que yo no había logrado durante la maratónica jornada.
Se dieron cuenta de que estábamos sedientos y acalorados y nos ofrecieron el té más refrescante que hasta ahora haya probado. A él, lo conquistaron con unas deliciosas galletas preparadas por las arrugadas manos de la mujer. A mí, me entregaron la más espléndida de las sonrisas.
Mientras hacía uso de mis mejores trucos de mímica para explicarles el arreglo que necesitaba, alzaban a mi hijo colmándolo con cariños. Tomé una foto para perpetuar el momento, la cual les obsequié al día siguiente cuando recogí los uniformes.
Tres años después volví al mismo lugar ya siendo otra. Conocía Singapur como la palma de mi mano, tenía mi propia máquina de coser para hacer “arreglo de uniformes” y ya no tenía un hijo sino dos.
Pasé a saludarlos y la emoción bañó mis ojos en lágrimas cuando descubrí, pegada a una desconchada pared, la foto que les había dado. Me reconocieron de inmediato, se mostraron visiblemente conmovidos y me volvieron a regalar la misma cálida y desinteresada sonrisa.
Siempre recordaré a estas entrañables personas quienes me enseñaron que el idioma no es barrera cuando se usa el lenguaje del amor. Gracias a ellos, desde el primer momento, me enamoré de este país y supe que aquí dejaría una parte de mi corazón para siempre. 🌸
muy bueno el articulo, saludos desde la tierra abrasadora de Girardot(cundinamarca)
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Muchas gracias Salvador. Un cariñoso saludo de regreso.
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Me gusto mucho este articulo. Te felicito por esa forma tan agradable de expresarte de la gente. Un abrazo muy respetuoso. Gustavo ( Shiga Ken).
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Muchísimas gracias, Gustavo. Un caluroso abrazo.
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