A finales de 1986 doña Rebeca y don José se preparaban para el nacimiento de Francisco, y como casi todos los padres, deseaban que su hijo llegara lejos. Lo que no imaginaron es que llegaría tan lejos, y que 29 años después estaría haciendo un postdoctorado en robótica en una de las universidades más prestigiosas del mundo y, curiosamente, en el país más alejado de Colombia.
Mi cita para entrevistar a Francisco es en el centro de robótica de la Universidad Tecnológica Nanyang, en la ciudad-estado de Singapur. Llego minutos antes de la hora acordada y mientras tanto, imagino a mi entrevistado como un hombre de mediana edad, que usa una bata blanca atiborrada de raros objetos y que habla en un lenguaje difícil de entender.
A lo lejos, veo un joven que se dirige hacia mí apresuradamente. Viene vestido con un moderno polo fucsia, pantaloneta gris y zapatillas deportivas. Se disculpa por su retraso y con un gesto de caballerosidad me lleva a su estación de trabajo. La sencillez de Francisco desploma al errado estereotipo que tenía en mente, y al mismo tiempo, produce en mí una fascinación por este genio de la robótica que en menos de tres décadas ha logrado lo que muchos no han alcanzado en toda una vida.
Francisco es el mayor de tres hermanos y el único varón de un humilde matrimonio de boyacenses de pura cepa. Su infancia transcurrió entre Santana (Boyacá) y Vado Real (Santander), lugares donde su padre se desempeñaba como conductor de camiones y tractomulas, mientras su madre alternaba los oficios domésticos con la administración de una distribuidora cervecera.
Aprendió a trabajar desde niño. Fue mesero, conductor, sembró caña, recogió café, cuidó las marraneras, en fin, un sin número de oficios que aprendió de su padre a quien le agradece por haberle enseñado tanto o más para la vida, que la misma academia.
Ese niño inquieto, a veces indisciplinado pero estudioso, soñaba con fabricar robots, y aunque alguna vez consideró la posibilidad de irse de cura, muy pronto entendió dos cosas: debía hacerse profesional para cambiar el rumbo de su vida y la carrera que escogiese tenía que estar ligada a la robótica.
Estudiaba por gusto propio, pero la mayor parte de las veces lo hizo por satisfacer a su mamá. Era la forma de pagarle a quien ha sido la influencia más determinante de su vida y quien se lo ha dado todo.
Terminó el bachillerato a los dieciséis años en la Escuela Industrial de Oiba (Santander), una modesta escuela pública donde obtuvo la distinción de mejor bachiller de su promoción. Sus destacados logros académicos le proporcionaron la cuota inicial para empezar a cumplir su sueño: una beca para estudiar ingeniería mecatrónica en la Universidad Autónoma de Bucaramanga.
Los triunfos siguieron aflorando y a los veintiún años se graduó con honores, obteniendo el promedio más alto de su carrera y el segundo más alto de toda la universidad. Antes de terminar ingeniería, realizó sus prácticas en Bogotá con la multinacional Siemens. Allí se vincularía laboralmente tiempo después y tomaría la decisión de continuar sus estudios de postgrado.
A finales de 2011 obtuvo una beca del gobierno español para el programa de maestría y doctorado en automatización y robótica de la Universidad Politécnica de Madrid. Fue así como se convirtió en doctor en robótica a los veintiocho años de edad.
Durante sus estudios realizó dos estancias de investigación: una con la Universidad Técnica de Múnich (Alemania) y otra con la Universidad de Harvard (Estados Unidos), lo cual le sirvió de escalón para el siguiente paso: una oferta para realizar el postdoctorado en la Universidad Tecnológica Nanyang de Singapur, su actual sitio de trabajo, y la mejor en el mundo entre las universidades establecidas en los últimos cincuenta años.
Descubro por un afiche que hace pocos días llegó de Suecia donde participó en ICRA 2016, la conferencia de robótica y automatización más importante del mundo. Allí solo tienen el privilegio de participar los mejores de los mejores (este año se dieron el lujo de rechazar el 65% de las solicitudes). Como si este honor fuese poco, obtuvo el segundo lugar en una competencia de robótica patrocinada por la multinacional Airbus, celebrada durante la misma conferencia.
Pero no todo en la vida de Francisco son robots y como él mismo lo dice: «hay que disfrutar la vida, el balance es lo más importante». Por esto mismo, continúa practicando con absoluta disciplina la pasión que ha tenido desde niño, el fútbol, pasatiempo que alterna con la lectura de libros de ciencia ficción, las salidas con sus amigos y la culinaria. Dentro de sus especialidades, el ajiaco, la paella y las empanadas con ají son las más apetecidas entre sus afortunados comensales.
De Francisco me impresionan varias cosas. Primero, sus tremendos logros académicos; segundo, su sencillez y humildad y tercero, la forma tan precisa como responde a cada una de mis preguntas. En ocasiones, sin que yo haya terminado la pregunta, ya tiene preparada la respuesta con un artículo, un mapa, un gráfico o cualquier ayuda digital. Cualquiera diría que conocía de antemano mi cuestionario, pero no, su velocidad mental es asombrosa, como la de los personajes de sus libros de ciencia ficción.
Próximamente terminará su postdoctorado y ahora su meta es montar su propia empresa de soluciones de automatización a través de robots industriales. Asegura que trabajando duro se pueden conseguir aquellas cosas que parecen imposibles. Otra de sus conclusiones es que a veces somos nuestros peores enemigos, ya que nos descartamos antes de que otros lo hagan. Dicho con sus propias palabras: «hay que transcender ese complejo de inferioridad, hay que tenerse confianza, la peor diligencia es la que no se hace».
Francisco cree que la curiosidad, la dedicación y un alto grado de auto-conocimiento son características necesarias de quien se quiera inclinar por la robótica. Lo que yo creo, es que ese niño que quería construir un robot nunca dejó de soñar ni de luchar para hacer su sueño realidad. Definitivamente, este planeta necesita más Franciscos, así el de mi artículo, parezca de otro mundo. 🌸
1 Comment