Oda a mi pelo

Este escrito está inspirado en mi perro, o mejor dicho, en mi perra, pero la expresión “perra” tiene doble connotación en el argot colombiano, según el cual, no podría llamar así a quien goza (y me consta) de inmaculada castidad. En cambio en Chile, donde nació mi canina, el vocablo en diminutivo es una expresión cariñosa hacia una mujer. O que lo diga la amiga colombiana que no supo cómo reaccionar cuando recién llegada al país austral y en su visita al ginecólogo, él le dice: “ya terminamos perrita” para indicarle que podía bajarse de la camilla donde acababa de examinar sus partes íntimas.

Muchos amantes perrunos componen epitafios sublimes para su perro fallecido. Yo quise escribirle mientras está “vivita y coleando”, frase que se le acomoda perfectamente aunque ésta tenga sus orígenes en el coleo de toros. Hablando de coleando, recordé el consejo de la entrenadora canina que contratamos años atrás, sobre subirle la cola para mejorarle el ánimo. Hablo de la cola de mi perra, no la de la adiestradora, por la cual mi papá -por esa época de ochenta años- soltó este apunte después de ver a la despampanante rubia: “con esa entrenadora, yo camino en cuatro y hasta jadeo”.

En realidad yo quería una gata, animal que me resulta adorable y familiar. Mi madre ponía a su gatita sobre su abdomen cuando me estaba gestando a lo cual atribuye el color de mis ojos. Menos mal solo “heredé” el color, y no la ceguera que me hubiese podido causar la toxoplasmosis (enfermedad transmitida por los felinos al feto humano) y de la cual mi mamá no tenía idea.

Poco antes de fallecer, a principios de los años noventa, Freddie Mercury -el vocalista de la banda de rock Queen- compuso la canción Delilah en honor a su minina favorita. Así se llamaría mi gata: como la mascota de Mercury. Solo me faltaba conseguirla. Pero convencida por mi esposo de las bondades de los canes sobre los felinos, llegó a mi vida una perra con nombre de gata: Delilah Latorre Bohórquez.

Delilah nos preparó para ser papás. Con ella aprendimos que ya no podíamos dormir a pierna suelta el fin de semana porque no conseguiría servirse su propia comida. Exploramos el mundo de las vacunas, de los chequeos al veterinario y de las citas de juego con otros perritos. Aprendimos a no exponerla al exterior durante las primeras semanas (para evitarle una enfermedad) y después a armarle concurridas reuniones humanas para que “socializara”. Advertimos cómo mudó sus dientes y, aunque no fue visitada por el ratón Pérez (también conocido como Hada de los dientes), guardamos el primero como recuerdo. Con ella vimos las cosas de otra manera y hoy, con sus nueve años perrunos o sesenta y tres humanos y su peculiar “perronalidad”, nos sigue dando lecciones de amor incondicional aunque ya se haya vuelto una “viejita cascarrabias”.

Para quienes lo anterior suena absurdo, ¿qué opinan de hacerle preguntas a un perro? El escenario es más grotesco si se usa un tono pueril acompañado de palabras como “mi amor” o “princesa”. Confieso que eso sucede en mi casa. ¡Cuánto diéramos por saber lo que piensa! Para seguir horrorizando a los anti-perros, les contaré que a Delilah le celebramos su cumpleaños y nos esmeramos en la compra de su regalo navideño. En pocas palabras, ella es la reina, una con correa por corona.

No somos los únicos que padecemos ese tipo de locura, también algunos de los que nos rodean, tal vez por compasión. Cuando vivíamos en Chile, nuestros amigos nos organizaron un “puppy-shower” para darle la bienvenida al nuevo miembro de la familia. El pediatra al que consultamos tiempo antes del nacimiento de nuestro hijo mayor, nos dijo: “a quien tienen que sacar de la habitación es al niño, no al perro” cuando le contamos que dormíamos con la perrita en la misma cama. Una vez recibí una llamada de la señora que me ayudaba en casa, pasó a Delilah al teléfono para que la tranquilizara con mi voz, ya que la había picado una abeja. Y, citando un ejemplo más, en Singapur se armó una cadena de oración por la salud de mi cuadrúpeda cuando estuvo enferma.

Muchos hablan de no humanizar a los perros, y en cierta forma tienen razón, pero como reza la consigna del Carnaval de Barranquilla: “quien lo vive es quien lo goza”. Nadie podrá negar que no existe más efusividad que la de un perro saludando al dueño que regresa a casa. Los caninos cambian el rencor por la compañía y la envidia por la fidelidad y viven su vida con tal intensidad, que pocos años terrenales les bastan para enseñarnos.

Mi perrita, dicho por un amigo, tiene más sellos en el pasaporte que él. En Colombia sufrió con tanto “colega” callejero. En Chile descubrió un sinnúmero de especialidades de la medicina veterinaria, habiendo pasado por ginecólogos, dermatólogos y gastroenterólogos. Y, en Singapur, prácticamente tuvo la casa por cárcel, ya que al menos el quince por ciento de la población -los de origen musulmán- la consideran un animal impuro, y entre los más pequeños, uno temible.

En Japón su experiencia ha sido distinta. En un país donde hay más animales domésticos que niños, y a medida que aumenta el número de perros disminuye la tasa de natalidad infantil, los caninos son tratados como emperadores, y sus dueños, gastan una fortuna en ellos. Los bañan en exclusivos spas donde son masajeados y perfumados con deliciosas fragancias. Su alimentación es a base de productos orgánicos de primera calidad. Acuden a clases de natación y son alojados en suites de lujosos hoteles cuando sus dueños se van de viaje. Pasean en costosas carriolas, lucen finos collares y visten ropa de diseñador. Cuando se les ve caminando por las calles, marchan con la elegancia de un caballo de paso, al lado de sus dueños, en línea recta, y en un silencio sepulcral.

Y aunque mi peluda sería de un estrato popular comparada con los de aquí, resulta halagadora la receptividad que ha tenido entre los japoneses. Nuestra vecina no sabe cómo nos llamamos, pero cuando ve a mi perrita, le dice por el nombre. Mi amiga y talentosa artista japonesa, me regaló un precioso cuadro pintado por ella donde imaginó a Delilah con pollera sobre un fondo de orquídeas con el tricolor colombiano. Lo más gracioso, ha sido la forma cómo los trabajadores de la casa del frente nombran a la perrita. Al verla se agachan para consentirla y le dicen dulcemente: “vamos” pensando que se llama así; seguro nos habrán escuchado decirle “vamos” para indicarle que es hora del paseo.

Durante mi embarazo, viviendo en Chile, y ya con Delilah, vimos la película de moda Siempre a tu lado, una historia protagonizada por Richard Gere y un perro akita. La cinta me ocasionó tal ataque de llanto, que tuve fuertes contracciones lo cual nos obligó a pararla. Al final del filme supimos que se trataba de una historia real ocurrida en el Japón de los veinte, e inspirada en un perro llamado Hachikō quien esperó a su dueño por años en la estación de tren de Shibuya.

Un recuerdo me asaltó. Años atrás en unas vacaciones a Tokio, habíamos pasado por una concurrida plaza en esa estación donde yacía la escultura en bronce de un perro. Busqué el álbum de fotos y efectivamente allí estaba Hachikō, en un retrato mal tomado, testigo de que había estado en el mismísimo lugar de la historia. Lamenté no haberlo sabido antes del viaje y aún más, no haber tomado una foto que le hiciera justicia. Pero como la vida nos sorprende de maneras inimaginables, años después resulté viviendo en Shibuya, donde se encuentra el famoso monumento, y donde Hachikō murió esperando que su dueño llegara en el tren de la tarde.

La escultura de Hachikō es el lugar de encuentro de los tokiotas. En medio del frenesí de una metrópoli de treinta y ocho millones de habitantes, donde las estaciones de tren son mini-ciudades, es mejor ponerse cita “en el perro de Shibuya” porque allí no tiene pierde. Para los nipones, Hachikō representa la fidelidad y la lealtad y se enorgullecen de la historia. Definitivamente, los japoneses aman a los “pelos”, como pronunciarían la palabra perro en español dada su dificultad para vocalizar la erre. En mi caso, Delilah me enseñó a amar a sus pelos y a los perros. 🌸

 

 

 

19 Comments

  1. Que lindo Patricia. Yo se lo que uno alcanza a amar a sus hijos de cuatro patas..ahora mas que nunca que mi querido Ruudy no esta mas…bueno en cuerpo y pelo por que en mi corazon y memoria estara siempre!
    Un saludo!

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  2. Fantabulosas historias. Pasé una linda tarde leyendo, todas y cada una. Me encantó lamanera facil de expresar y colorear sus historias con detalles graciosos. Un abrazo gigante de una admiradora y prima no tan lejana. Soy Ruth Gaitán, hija de Fidel Antonio Gaitán Bohorquez, primo hermano de Carlitos.

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