“El que sirve», eso es lo que significa la palabra samurái, describiendo sin fallo a los legendarios guerreros del Japón antiguo. Ellos, tan aguerridos como sutiles, se entregaban hasta la muerte a un estricto código ético basado en el honor, el deber y la lealtad. Cuando un samurái quería reparar una falta o recobrar el honor cometía seppuku -también llamado harakiri- un suicidio ritual por desentrañamiento. Un acto tan inimaginable en nuestros días como respetado hace tres siglos, cuando aconteció una historia memorable que aún toca el corazón del pueblo japonés. He aquí el relato.
El convite para recibir a un representante imperial en el castillo Edo fue la tarea encomendada al buen señor feudal Asano Naganori, amo estimado por sus samuráis quien carecía de experiencia en eventos de tal envergadura. Para asistirlo fue asignado el maestro de ceremonias Kira Kotzukenosuke, cuya malicia ofendía a la espléndida primavera de 1701. Kira no ayudaba, se burlaba; Kira no instruía, insultaba, a lo que Asano era incapaz de responder. Un día la paciencia se agotó y la espada se desenfundó, causando una leve herida en el rostro del insoportable maestro de ceremonias, cuando una nueva humillación provocó la furia del buen señor Asano.
Mientras que Kira no recibió castigo alguno, el Shōgun -máximo jerarca militar- le ordenó a Asano cometer seppuku por la falta perpetrada. Con humildad el veredicto acató: se arrodilló, se abrió el kimono hasta la cintura y se clavó la daga en el vientre. Además de padecer la muerte de su señor, los samuráis de Asano fueron desterrados y despojados de sus pertenencias y de su honor convirtiéndose en rōnin, guerreros errantes de segunda categoría sin amo a quien servir.
El juramento de asesinar a Kira para así vengar la muerte de su amo, obsesionó a Oishi Kuranosuke, fiel samurái y consejero de Asano, quien lo asistió decapitándolo durante el seppuku (como lo dicta el ritual). Kira temía represalias, por lo que duplicó su escolta y se mantuvo alerta durante varios meses.
Cerca de dos años esperaron Oishi y otros 46 rōnin (anteriormente samuráis de Asano) a que Kira bajara la guardia para ejecutar ataque. Disimularon sus intenciones escondiendo las armas y empleándose en trabajos de poca monta. Unos se volvieron monjes, otros agricultores; mientras que Oishi aparentó deslealtad cuando abandonó a su familia, compró una concubina y empezó a frecuentar burdeles.
La mañana encontró a Oishi durmiendo borracho en el umbral de una taberna. Un hombre lo reconoció, le pisó la cara, le reclamó haber perdido el honor de un samurái y lo escupió. El rumor le llegó a Kira, quien despachó la mitad de su defensa celebrando que la venganza había sido olvidada.
Una noche invernal de diciembre de 1702 fue la escogida por los 47 rōnin, comandados por Oishi, para entrar al palacio de Kira. La guardia fue vencida y el insolente fue atrapado. Preso de la cobardía se negó a suicidarse con honor. Decapitado terminó por el mismo capitán que dirigió el plan y con la misma daga con que perforó su vientre Asano.
Nueve kilómetros caminó el grupo de leales vasallos desde la mansión de Kira hasta el templo de Sengakuji. Allí reposaban los restos de su señor Asano, a quien le rezaron y le presentaron como ofrenda la cabeza del enemigo.
Se entregaron a las autoridades y como lo esperaban, el shogunato los sentenció a muerte pero con el privilegio de cometer seppuku y no de morir como criminales. Obedecieron la orden y se suicidaron como samuráis. Uno más se unió al acto, el hombre que había escupido a Oishi en la taberna, quien con la sangre de las entrañas limpió la vergüenza de su error.
Queriendo advertir la magnitud de este acontecimiento exploré las ruinas del castillo Edo, génesis de la tragedia; visité la residencia de Kira, derrota de la infamia; y recorrí las tumbas de los 47 rōnin y de su señor Asano, resguardo del honor. Y aunque no rendí tributo ni recé, como lo hacen miles de visitantes, entendí que quiero ser “la que sirve”, relatando, una vez más, la historia de lealtad más grande que haya existido. 🌸
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