Vida de malabares

Era un niño pobre de un país pobre, que se había marchado de casa meses antes para figurar en algún lugar de esta foto. Treinta adolescentes, con ajustados trajes color blanco con rombos negros, forman una pirámide apilados unos sobre otros con la Estatua de la Libertad de fondo. Le pregunto si puede señalar su ubicación, pero es imposible, no se halla en ese lejano 1973 en el que los legendarios arlequines de El Circo de Los Muchachos se preparaban para presentarse en el Madison Square Garden como parte de la que sería su gira mundial más exitosa.

Entonces Nelson ya no pensaba en Colombia. Solo vivía para las acrobacias y los aplausos, solo disfrutaba de la exuberancia de sus catorce años. Hoy, a los sesenta y uno, prisionero de un cuerpo abatido, pesca recuerdos apenas visibles bajo el turbio mar de su memoria.

Nelson Morales vive en su viejo departamento del centro de Madrid junto a su tercera esposa y su hija. Hace algún tiempo arrastra depresión, ceguera parcial, diabetes, gota y, a veces, también los pies.

Nació en 1959 en un barrio popular del sur occidente de Bogotá. El quinto de nueve hijos, de una pareja humilde conformada por un ama de casa y un policía. Los niños Morales eran dóciles y apacibles, pero Nelson era la excepción, nadie entendía el origen de ese carácter enrevesado. De no haber venido al mundo cuatro años después, su rebeldía sin causa hubiera podido inspirar el título de la célebre película de James Dean. Nelson era indisciplinado en la escuela, desobedecía órdenes, se metía en problemas y cazaba peleas. Sus puños tenían en su haber varias narices rotas: bien fuera la del niño que le había quitado un balón, la del que pretendía a una de sus hermanas o la del que coqueteaba con la chica que le gustaba.

Por encima de todo, era un aventurero temerario. Con apenas seis años se fugó de casa dos días para explorar la ciudad; el hambre lo hizo regresar. La segunda vez se escapó a los nueve, estuvo cuatro días en Ibagué, una ciudad a doscientos kilómetros de Bogotá, a la que llegó haciendo autostop. Cada vez que Nelson volvía, su padre lo saludaba con una dosis extra de correazos que él recibía como un trofeo por la hazaña. La tercera vez, teniendo apenas catorce años, se marchó para siempre. En aquella ocasión su destino fue otro continente, el motivo unirse a un famoso circo español y su regreso a casa diez años después pero en calidad de visitante. Esa vez el saludo fue con abrazos.

A principios de los setenta, cuando Nelson se perfilaba como un indomable adolescente de trece años, pasó por Bogotá El Circo de los Muchachos. Se trataba del proyecto más representativo del sacerdote gallego Jesús Silva. En una España oprimida por el Franquismo, Silva fundó en 1957 un oasis democrático e independiente concebido para niños. Una fábrica de jóvenes revolucionarios que transformarían el mundo, y combatirían la desigualdad y la injusticia. Esta suerte de enclave socialista fue llamado La Ciudad de los Muchachos, y, el circo, que nació pocos años después que Nelson, fue la forma que Silva encontró para difundir el mensaje de paz y amor.

El circo visitaba países en los que fundaba comunidades que replicarían el modelo español. Al llegar a Colombia, la escuela circense ofreció algunas becas a las que se presentaron cientos de niños, entre ellos Nelson, quien gracias a sus habilidades físicas ganó una. Lo que vino después se condensa en un año, ocho horas al día, a cuarenta kilómetros de casa, aprendiendo percha, alambre, cuerda floja, saltos, piruetas y trapecio. Es decir, desaprendiendo a romper narices. Se especializó en malabares como un presagio, no vislumbró una vida llena de ellos. Acabando de cumplir su entrenamiento y con catorce años, no se quedó en la comunidad que se había establecido, sino que, fiel a sus andanzas, rechazó el antídoto contra la adicción y se aventuró a marcharse a España como integrante de El Circo de los Muchachos.

Un viaje de once días en barco lo llevó desde Colombia hasta Holanda. De allí viajó por tierra hasta España para arribar a su destino final: La Ciudad de los Muchachos. En un terreno equivalente a veinte estadios de fútbol, se erigía un mundo dentro del mundo: una nación gobernada por jovencitos. La Ciudad, ubicada a las afueras de la provincia gallega de Ourense, tenía aduana, ayuntamiento, banco que acuñaba su propia moneda (coronas), hospital, canal de radio y televisión (el primero de Galicia), supermercado, gasolinera, sala de cine, viviendas, tiendas y escuelas (la de enseñanza y la circense). Los niños asistían a la escuela primaria o secundaria, y aprendían otros oficios como panadería, carpintería o cerámica. Por los servicios prestados, o incluso por asistir a clase, a los ciudadanos de ese campo de sueños se les pagaba con coronas que canjeaban dentro de La Ciudad por ropa, golosinas o entradas al cine.

La Ciudad de los Muchachos floreció como un reino que celebraba elecciones democráticas, elegía alcalde y creaba sus propias leyes en medio de un país autoritario. A lo largo de cincuenta años, el proyecto de Silva llegó a acoger a cuarenta mil niños en situación de marginalidad venidos de todos los rincones del planeta.

La joya de La Ciudad: El Circo de los Muchachos con sus ciento veinte arlequines, entre los que se encontraba Nelson, tuvo su momento de máximo esplendor durante las décadas de los setenta y ochenta, en las que pisó escenarios en América, Europa, Asia y Australia. El apogeo que tendrían los años siguientes un circo español y un chico colombiano, marchó de la mano del desvanecimiento de la dictadura de un Franco moribundo y un Carrera Blanco asesinado, y la posterior transición a un sistema democrático.

Gracias a que El Circo de los Muchachos no era un espectáculo de carpas, pelucas, leones o fenómenos, como los de la época, sino uno de niños, música en vivo, acrobacias, y pregones sobre igualdad y derechos, se convirtió en la segunda escuela circense más importantes del mundo, después del Circo de Moscú, y es considerada, por su escena innovadora, la precursora del Circo del Sol. El clímax del espectáculo era alcanzado cuando jovencitos de distintas razas, nacionalidades y credos se fusionaban en incontables pirámides humanas: unas en el suelo, otras en monociclos, y los más avezados al lomo de los caballos, mientras cantaban: “Los fuertes abajo, el débil arriba y el niño en la cumbre siempre debe estar”.

Los integrantes del circo figuraron en portadas de revistas internacionales; actuaron en sitios como el Gran Palacio de los Campos Elíseos, en París; fueron recibidos por reyes, presidentes y emperadores. Los famosos de la época se fotografiaron con ellos y los agasajaron en sus residencias. Se rodaron películas, y se publicaron libros y artículos por todo el mundo. Se estima que más de doscientos millones de personas en ochenta países presenciaron el espectáculo.

El aplauso, los autógrafos, pero sobre todo las cartas de admiradoras, confluyen en Nelson como borrosas memorias. Su metro sesenta de estatura se camuflaba en la frondosidad de una personalidad apabullante y seductora, de cuerpo atlético y melena hasta los hombros, e insuperable sentido del humor. Además, una locuacidad como pocas, lo puso en el foco de entrevistas y ruedas de prensa. Contrariamente, decidió que para su familia habría silencio. Se resistió a pensarla y se desprendió, como un fruto maduro del árbol.

Corrido el séptimo año, Nelson conoció a una chica que trabajaba como enfermera del circo: una gallega de larga cabellera negra. Se enamoró, se fue a vivir con ella y abandonó La Ciudad de los Muchachos. Estaban en el fulgor de sus veinte.

Con la misma habilidad con la que un prestidigitador cambia los naipes, el destino le sustituyó a los Morales la estampa de un adolescente indómito de catorce años, por un visitante de veinticuatro, con acento y esposa de España, y un bebé en los brazos.

Tras la inusual vida del circo, lo que vino después para Nelson tampoco fue común. Nacionalizado español, repartía el tiempo entre su nueva patria y la de su niñez, pero allí ya no encajaba, nunca lo hizo. Pasó de las ventas a la fotografía, del calzado a la xilografía, del diseño de ropa al montaje de espectáculos. Variaba de oficio con la misma rapidez con la que en sus años de malabares sacudía objetos en el aire. Las drogas, el alcohol y los problemas con la ley fueron los números que eligió. Los arrepentimientos sobran, las palabras faltan. Taciturno, inexpresivo y con una voz cansada que mide cada vocablo, asume los estragos de una vida desequilibrada como el revés del destino de un ex-acróbata para quien el equilibrio era fundamental.

Y así como Nelson, La Ciudad y el Circo de los Muchachos tampoco escaparon a la inapelable decadencia. Deudas, conflictos por los terrenos, deserción de los jóvenes y, algunas denuncias por maltrato, hicieron insostenible la comunidad. La estocada final fue la muerte de Silva en el 2011, con él, murió la utopía.

Nelson y su otra familia, la del circo, celebran un encuentro anual en Ourense donde yacen las ruinas de un otrora imperio de niños. Allí llegan personas de varios lugares del mundo, evocan la imagen del fundador, varias veces nominado al Premio Nobel de la Paz, y se llaman muchachos, aunque muchos sean abuelos.

“Lo del circo fue una etapa corta”, dice Nelson. Ya han pasado cuatro décadas desde que lo abandonó y tal vez no lo note, pero el circo se replica en él, en una continua secuencia de saltos al vacío. Menciona que el circo le arrebató la estabilidad; lo piensa y se retracta. Su espíritu rebelde lo rebosa, como raíces de los árboles que perforan el asfalto. Nelson desacata, se resiste, se opone y, ante todo, no se conforma. Bien puede seducir decenas de mujeres como rechazar una cuantiosa herencia de una de ellas, accidentarse en un auto a doscientos kilómetros por hora o rehusarse a las indicaciones médicas.

La marea de su naturaleza ácrata y vertiginosa lo dejó en una orilla distinta a la de su hijo mayor, quien, para satisfacción de Nelson, quedó del lado seguro. Ahora, con la misma vehemencia con la que siempre se ha opuesto a todo, se resiste a negarle un futuro digno a su pequeña hija de diez años.

Cielo o infierno, gloria o derrota, Nelson continúa una vida de malabares. Y así como el payaso Canio de la ópera Pagliacci, él también se acicala para ocultar los dolores del alma en el espectáculo que debe continuar. Quizá, la función de Nelson ya no brille, al igual que sus ojos. Quizá, la caída del circo amortigua su propia debacle, pero los cimientos de los recuerdos lo imitan, rebelándose, rehaciendo una vida como pocas. 🌸

1 Comment

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s