El día que florecí

La mañana siguiente de haberme mudado a Tokio, tuve una cita con el agente inmobiliario que me ayudaría en la búsqueda de mi nuevo hogar. La primera propiedad que me mostró -que es la casa donde vivo en la actualidad- no me gustó, y ni siquiera contemplé vivir allí.

Los días empezaron a pasar, y al no encontrar nada que me agradara, revisé la casa un par de ocasiones más. A la cuarta visita, habiendo descartado más de treinta propiedades y con el tiempo en contra, la astucia del agente pudo más que la impaciencia con un extraño argumento: «esta vivienda tiene un lujo que usted desconoce».

Me llevó al jardín y señaló un viejo cerezo plantado en el patio del vecino. El árbol ni siquiera estaba en «mi territorio», pero tenerlo cerca bastaba para que la voz entusiasmada del agente asegurara que ese sería mi tesoro cuando floreciera. Dicho lo anterior, firmamos el contrato para quedarnos con la casa, pero solo ocho meses después decifraría lo que él había intentado decir.

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Vista del cerezo de la casa vecina

A Tokio llegué en otoño -dos estaciones antes de la primavera- y desde el momento en que pisé suelo nipón, empecé a escuchar la misma pregunta: «¿has visto el florecimiento de los cerezos?». Esas miradas de ilusión que recibía a cambio, me hicieron presentir que se avecinaba algo semejante al primer amor. Mi sorpresa aumentó cuando la escuela de mis hijos, con siete meses de anticipación, convocó a una reunión para organizar el evento más importante del año: la feria del cerezo.

A finales de febrero terminó el invierno, y con él la larga. El preámbulo del florecimiento se vivía con ansiedad. La ciudad se vistió de rosa: almacenes, kimonos, decoraciones, pastelitos. Es que hasta Coca-Cola cambió su etiqueta y Starbucks sus vasos para estar a tono con las flores. Los noticieros empezaron a informar sobre los diferentes festivales que se celebrarían; y la página del instituto metereológico fue la más consultada, para saber con exactitud, el inicio de la floración.

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En el japonés existen palabras únicas que no tienen traducción a otros idiomas y que transmiten una serie de sentimientos, situaciones o pensamientos. Una de ellas es hanami, y significa: contemplación de las flores del cerezo y sentirse maravillado con su belleza. Los japoneses admiran profundamente esta flor por su similitud con la vida: hermosa pero efímera. Tan fugaz, que su florecimiento dura con suerte dos semanas, las cuales bastan para el regocijo de toda una nación.

En esos escasos días, no hay palabras más pronunciadas que hanami y sakura, la cual es el nombre de la flor del cerezo. Las redes sociales no paran de actualizar información sobre los lugares donde ya hay sakuras florecidas. Los periodistas recorren el archipiélago de sur a norte siguiendo la huella de la florescencia. No existe parque en donde no se agolpen miles de entusiastas observadores, quienes aprecian con sumo detalle cada pétalo, cada tallo y cada pistilo, de estas flores que representan la belleza, la simplicidad y la pureza.

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Los nipones embriagados de alegría, también florecen. Dejan de lado su característica timidez, y se convierten en seres extrovertidos que posan con sus mejores atuendos al lado de los árboles. Usan los lentes más sofisticados de sus costosas cámaras, y recorren las sakuras palmo a palmo, como si la huidizas posaran para ellos.

Los compañeros de oficina envían al más nuevo para que, desde la mañana, reserve un pedacito de tierra bajo un cerezo, que al final del día será el improvisado lugar del picnic empresarial. Sin importar el rango en la compañía, todos se sientan en el piso y, desprovistos de zapatos, brindan con sake una y otra vez celebrando la más memorable época del año.

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Cuando llueve o hace viento, las sakuras caen, intactas, sin marchitarse, llegando con inmaculada belleza al final de su corta vida. Este es el momento más nostálgico: sakurafubuki, y significa: pétalos de flor de cerezo que caen como copos de nieve. Del cielo sobreviene una lluvia infinita de pétalos, y el suelo se convierte en una espléndida alfombra rosa. Todos se sientan bajo los árboles esperando que un pétalo los toque, trayéndoles así la buena suerte. Los niños en las calles juegan con esta mágica tempestad, y los ancianos le piden al universo una primavera más.

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Recién llegada a Tokio, en mis primeras exploraciones por la ciudad, visité un popular templo budista donde por curiosidad adquirí un omikuji: un trozo de papel que predice el futuro. Para ello, deposité una moneda en una urna. Luego agité un recipiente metálico que contenía varas de bambú cada una marcada con un número. Aleatoriamente, una de ellas se asomó por el pequeño orificio del contenedor. Busqué el número de la varita en un cajonero de madera y allí encontré mi omikuji. Lo escrito no podía ser más acertado: «cuando llegue la primavera, tu fortuna se abrirá como las flores de los árboles, la luna en el cielo oscuro volverá a brillar y en el cielo despejado, pronto podrás conocer la buena suerte».

Ahora todo tiene sentido: mi omikuji y las sabias palabras del agente inmobiliario. Contemplar el florecimiento de los cerezos desde mi jardín, es un tesoro que me recordará en cada primavera, cuánto he florecido desde que vivo aquí. 🌸

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7 Comments

  1. Que hermoso mi Paty y que bendición poder conocer a través de ustedes tantas maravillas. Tus comentarios me hacen sentir como estar en cada lugar que describes no veo la hora de pronto ir a visitarlos. TQM Querida amiga y comadre.
    Besos

    Le gusta a 1 persona

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